Aclaración: No soy católica y esta narración no expresa mi postura ante la eutanasia o el suicido.
Eutanasia
Es
bien sabido que aquel que atente contra el don más preciado que Dios le dio, es
decir, la vida, no puede entrar al reino de los cielos y no merece siquiera
cristiana sepultura, es por eso que no podía permitir que el alma más hermosa
que jamás ha encarnado y bajado a la tierra se condenara.
Ella
ya había intentado más de una vez oponerse a los designios del Señor y terminar
con su existencia, argumentando que, en realidad, había muerto hacía ya mucho,
cuando él perdió la vida.
Si
bien ante los ojos del Padre este no es un argumento convincente, yo, que la vi
entonces y cuando su rostro aun era la fresca primavera, puedo jurar que su
mirada y su semblante no eran los de una persona viva.
Sus
ojos eran profundos y obscuros, como hoyos negros, su piel estaba pálida y fría
como si su delicada figura hubiera sido cubierta por la nieve y su expresión
tan vacía que no costaba creer que su alma había abandonado ya el mundo de los
vivos.
Una
mascara de dolor ocultó de mis ojos ansiosos la belleza que me había cautivado
y yo, que odiaba al hombre que causó su llanto, no podía ser indiferente a su
tristeza.
No
quería que sufriera, no quería mucho menos que condenara su alma al tormento
eterno, por eso, como la mayor prueba de amor que jamás haya existido, para
liberarla a ella me condené a mí mismo.
Mis
manos rodearon su cuello, no fue necesario usar mucha fuerza para retener su
aliento.
Sus
brazos se agitaron, tratando de apartarme, pero apenas tenía fuerza para
moverse, o tal era la debilidad de su deseo de seguir viviendo.
Después
de unos segundos, finalmente, la vi expirar entre mis brazos.
No
me hacía feliz haberla perdido, tampoco me alegraba haber sacrificado mi alma
para entregarle a otro la mujer que amaba, pero en su rostro, macabramente
sereno, no quedaba ya ningún rastro de dolor, lo que es más: me pareció
percibir un sutil gesto de gratitud en sus labios helados.
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